El Líbano | El nuevo epicentro de conflicto en Medio Oriente, entre el temor a una guerra total con Israel y la búsqueda de normalidad en el caos
BEIRUT-. En un grupo de Facebook para turistas en el Líbano una chica indagó: “Tengo pasaje a Beirut en unos días, ¿Es seguro viajar ahora?” Un local contestó: “Según Instagram, sí. Se...
BEIRUT-. En un grupo de Facebook para turistas en el Líbano una chica indagó: “Tengo pasaje a Beirut en unos días, ¿Es seguro viajar ahora?” Un local contestó: “Según Instagram, sí. Según Twitter, no”. El mensaje detrás es evidente en las calles de la capital. Los ataques en el sur crecen -los últimos se reportaron en pueblos aledaños a Marjayoun-, y se acercan cada vez más al epicentro del país. Pero la vida social y la rutina de los residentes de Beirut y las zonas montañosas del Valle de Kadisha, todavía no afectadas, persiste frente a la amenaza latente y en el punto más crítico en décadas de una guerra total con Israel. Con una mezcla de costumbre y frustración responden a la pregunta de cómo se encuentran.
A tan solo 40 minutos de Beirut ya se pueden oír misiles, explosiones y aviones militares. Después de casi nueve meses de ofensiva en Gaza, las tensiones se incrementan a un ritmo acelerado en la frontera con Israel. El enfrentamiento entre Hezbollah, que comenzó una ofensiva desde este territorio en octubre del año pasado en “empatía con el pueblo palestino”, se convierte rápidamente en otro foco de la crisis en Medio Oriente. En la misma medida que incrementa la frecuencia de las hostilidades, crece la cantidad de oficiales de alto rango de Estados Unidos que llegan a este país y a Tel Aviv para mediar entre ambas naciones, con el fin de evitar una guerra abierta. La última visita a Beirut fue la del enviado especial de Estados Unidos, Amos Hochstein, la semana pasada.
La organización terrorista apoyada por Irán controla ministerios del Estado libanés, cuenta con un partido político y ocupa posiciones en el Parlamento, pero está lejos de tener un apoyo monolítico. La preocupación más mencionada por los locales consultados por LA NACION, de las distintas religiones predominantes en el país (cristianos maronitas y musulmanes, sunnitas, chiitas y drusos), es que se perciba al Líbano como equivalente a Hezbollah y eso sirva para justificar un enfrentamiento.
En las últimas 24 horas resonó una alarma inquietante. Una artículo de The Telegraph informó que el aeropuerto internacional de Beirut está siendo utilizado por Hezbollah para almacenar armas provenientes de Irán.
El gobierno libanés respondió inmediatamente: aseguró que demandará al medio británico y organizó una visita abierta a la prensa y las embajadas para que recorran las instalaciones con la intención de demostrar que no habría armas allí. El artículo fue modificado luego de que IATA, la Asociación Internacional de Transporte Aéreo, desmintiera a una supuesta fuente de la organización que sostenía la información. En las calles de Beirut la preocupación fue inusualmente extrema por la posibilidad de que esta noticia provocara un ataque al único ingreso por aire en el país para civiles. El fantasma de lo ocurrido en los aeropuertos de Aleppo y Damasco se asomó durante esa jornada.
Son estas noticias las que mueven el avispero en una ciudad que intenta preservar la normalidad, aunque la temporada de verano, que comienza por estos días, se avizora de bajo movimiento.
La ciudad, que nunca logra reconstruirse por completo, es testimonio de las catástrofes que la guerra y el mal gobierno han provocado. Los edificios son los testigos más flagrantes de sus consecuencias. Las heridas de bala y los impactos de explosiones de hace décadas, los techos colapsados, los vidrios rotos, las viviendas abandonadas y los escombros no recogidos son etiquetas de distintos eventos que destruyeron parcialmente y de a partes, crisis tras crisis, a una ciudad milenaria. Las estructuras aún dañadas cuentan historias y tienen fechas específicas. El masivo edificio de la compañía eléctrica pública, en la esquina de Chafaqa y Armenia, a cuadras del puerto, sigue desierto.
Pero también se ve reflejada otra parte de la realidad en el mestizaje urbano de Beirut. Exactamente al lado de un edificio de arquitectura típica, desmembrado, agrietado y agrisado por el polvo y el tiempo, que perfectamente podría ser una imagen de la Gaza actual, se inauguró hace pocos meses una torre moderna de más de 20 pisos con departamentos inteligentes, similar a las que se encuentran en Dubái. Beirut hace décadas que es escenario de un proceso de destrucción y reconstrucción permanente.
Los libaneses expresan profundamente esa aparente contradicción entre impotencia y vitalidad. “A veces me pregunto si vale la pena seguir acá por mi familia. Si no sería mejor irme. No por la guerra, sino porque quiero abrir un negocio y pienso… ¿Para qué hacer la inversión acá? Si en cualquier momento lo puedo perder”, expresó Karim, un hombre de 25 años, oriundo de Ghaziyeh, en el sur.
Lyyn, una mujer china, es la experiencia viva de ese temor. En la línea de migraciones del aeropuerto, se frota la pera y no mira a los ojos al contar a este medio que regresa a Líbano después de tres años. Vivió allí durante otros tres, hasta 2021. Tenía un bar en el barrio de Geitawi. En 2020 caminaba las calles de esta zona cuando casi le estallan los oídos con el estruendo de la explosión en el puerto, causada por una chispa que llegó a materiales peligrosos mal almacenados en un depósito gubernamental. Un elemento desconocido estalló, como lo hicieron gran parte de los vidrios y muchos edificios de la ciudad, y se le incrustó en el pecho. “Mirá, todavía tengo la cicatriz”, dice como si alguna vez fuera a desaparecer. Vino a visitar amigos, pero no piensa en regresar. Se llevó su negocio gastronómico a los Emiratos Árabes Unidos.
“No puedo vivir sin vos pero no puedo vivir dentro tuyo”. Esta es una frase popular en este país. Las tensiones con países extranjeros son tan solo una parte de los enfrentamientos que persisten en un territorio en el que hace tan solo 34 años era escenario de una guerra civil. El Líbano continúa dividida entre cristianos maronitas y musulmanes, tanto sunnitas como chiitas, y drusos. El gobierno está fragmentado también. Las reglas acordadas hace más de 80 años indican que el presidente debe pertenecer al primer grupo, el primer ministro al segundo y el presidente del Parlamento, al tercero.
Entre carcajadas irónicas, Rabih, un comerciante de 61 años, dio su perspectiva de esta forma: “Estamos condenados a la desgracia. Pero de alguna manera, las nuevas tragedias por lo menos curan las previas. Ahora nadie piensa en lo que pasó en el puerto”. LA NACION notó una clara diferencia en la preocupación entre los consultados mayores y menores a 50 años. Los primeros todavía recuerdan la guerra que los segundos no han vivido hasta el momento. Wael (de 47 años), que trabaja en un kiosco, dice: “Hay una habituación”.
Aunque no todos coinciden en los motivos, sí hay un evidente orgullo nacional. Muchos libaneses ofrecen resistencia a hablar del conflicto, no descargan quejas o lamentos, y persistentemente buscan resaltar los aspectos positivos del país. Luego de 10 minutos de charla liviana con Samir, un hombre de 40 años, este medio se atrevió a preguntar: “¿Y? ¿Como ves las cosas?”. El dueño de un local de reparación de artículos varios contestó, en un tono similar a quien está por ser descubierto: “¿Por que? ¿Ves algo raro?”. Luego de una breve confusión silenciosa, añadió: “¿Que vamos a hacer? ¿Dejar de vivir? Los libaneses nunca dejarán de vivir”.
Hablar de política con un extranjero es un tema tabú, pero lo que más transmiten, especialmente los cristianos, es que sienten que hay una mayoría desamparada. No encuentran aliados. La imagen del gobierno no es positiva de manera uniforme (hace dos años que no hay acuerdo para elegir un presidente, que necesita a dos tercios del Parlamento), las potencias extranjeras no han logrado aún que cese la tensión con Israel, la relación con los países de la región, como Siria e Irán, es extremadamente compleja y el territorio está sufriendo una guerra en la que pelea un ejército, el israelí, y una organización terrorista de la que una gran porción, cuyo porcentaje es indeterminable, se siente rehén.